El Tiempo es hijo de la Tierra y el Cielo
Existe un jardín
que no se inunda, una parcela de tierra que no está expuesta a las inclemencias.
A pesar de
que nadie sabe su locación se cree que hay una manera de hallarlo. Y es fijando
los ojos en los de tu padre.
Sostener tu
mirada -hecha de todo lo que puede decirse- con la suya -compuesta por todo lo no
dicho-.
La soledad
contenida en el recuerdo subjetivo puede llegar a ser tan enorme que hace de
las palabras abismos sin sentido. En el silencio protector de una secuencia está
todo lo encaprichado por la materia.
Son muchas
las memorias que se hunden como un tubérculo en tierra, pero muchas menos las
que logran ser néctar de abeja o bulbo al sol.
“No puedo ordenar mis recuerdos.
La luna me los desbarata cada vez.”
escribió Marosa Di Giorgio.
Lo borrado
no logró tener, entonces, un magnetismo con el futuro, por eso se desvaneció, ¿existe
alguna certeza de todo lo vivido pero olvidado? ¿pueden dársele a una persona
retazos de biografía para sobrevivir -sobrevenir- a Cronus?
Nadie lo
sabe, pero sí existe una danza. Esa danza.
Un péndulo
de memorias entre generaciones en el cual radica el secreto de la vida vivida a
pesar de las soledades.
Una familia
enterrada como Pompeya puede encontrar algo coherente quizás simplemente con
una brújula que sólo diga “sur”, “más allá”, “paredón” o “no sigas”. Alguna (sola)
cosa.
Alguna sola cosa
que haga sentido, que nos de memoria, que permita entender(nos).
Gea y Urano
engendraron algo que no sabemos si existe. Quizás, tal vez, quizás por eso sea
mejor no entender nunca y simplemente intercambiar esas miradas,
atravesar generaciones rodeados de una tela de tul, bordada con hilos encerados
que entrelacen amaneceres.
Y nos hagan
sentir menos densidad.
Por
Manuela Rímoli, creadora de La Liebre Dorada Libros.
Inspirado
en mi padre y la novela El Sur
De Adelaida
García Morales.
Editorial
Anagrama.
€3



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