CALVINO Y LOS CLÁSICOS

El libro Por qué leer los clásicos, publicado tras la muerte del autor, traducido al español por Aurora Bernárdez, encierra un misterio esencial: la proveniencia de sus treinta y seis ensayos sobre los libros de otros. Algunos parecerían ser prólogos a libros poco frecuentados, otros haber sido publicados en vida del autor, pero también están los más personales, casi inacabados, textos que podrían ser inéditos, escritos por la pasión que despierta un autor o una obra en particular. La decisión de Esther Singer Calvino de haber omitido la fuente de los ensayos, que impide saber dónde se publicaron, vuelve al libro más atemporal, muy distinto a Punto y aparte (Una pietra sopra, en italiano), recopilación que, por tratarse de artículos para revistas literarias sobre las polémicas y vaivenes que acompañaron el campo literario italiano en la segunda mitad del siglo xx (del “compromiso social” sartreano al nouveau roman), se presenta deslucido en comparación, a excepción de unos casos particulares, como los textos sobre el novelista y poeta Cesare Pavese (1908-1950), amigo y mentor de Calvino, quien editó su poesía, o sobre el exótico utopista francés Charles Fourier (1772-1837), fundador de un socialismo utópico.

 


Pero volvamos al libro que nos ocupa. Abre con un texto que le da título, publicado en el semanario L’expresso el 28 de junio de 1981 con el nombre original de “Italiani, vi esorto ai classici”. Se trata de 14 definiciones tentativas, risueñas, amorosas, sobre la relación de un lector con los clásicos. La primera es: “Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...»”, máxima que, advierte, no aplica a la juventud. El prefijo iterativo, dice, podría ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso, ¿pero quién leyó todo Heródoto y todo Tucídides? Le siguen interesantes observaciones sobre las diferencias nacionales entre hábitos de lectura: “Los grandes ciclos novelescos del siglo xix son más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares” o “Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas”. También hace una defensa de la lectura por primera vez de los grandes libros en la adultez, a los que atribuye un placer extraordinario, “diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más”. Las otras máximas también son memorables: la muy citada “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, la muy cierta “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad” o la hermosa “Llámese clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”.

 


Después de este ensayo inaugural, que es una defensa a ultranza del recorrido afectivo y personal por el mundo de los libros y un antídoto ideal contra la pedantería, siguen los 36 ensayos mencionados. ¿Cuáles son esos clásicos de los que se ocupa Calvino? ¿Están o no están relacionados con su propia obra? Como era de esperar, la lista es una suma de preferencias y revelan a Calvino como un lector excepcional y agudo, poseedor de vastas lecturas, un poco a la manera de Borges. Un primer intento de ordenamiento que se puede hacer de los ensayos es dividir los que se ocupan de la literatura premoderna (Homero, Ovidio, Jenofonte, sí, pero también la novela de caballería Tirant lo Blanc, Las mil y una noches, Cyrano de Bergerac y hasta Galileo) y establecer un corte en Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, con escalas posteriores en amplias estaciones del siglo XIX como Stendhal, Flaubert, Balzac y Dickens y arribo a la segunda mitad del siglo XX con el multifacético Raymond Queneau.

 

El libro, por tanto, puede leerse como comentario e impulso a la relectura de autores ya conocidos o como carta de navegación para abrir la siempre limitada biblioteca personal hacia nuevos, inesperados, destinos. Como decíamos, las elecciones son personales y tal vez logren definir lecturas futuras a quien preste atención. ¿Quién sabía de la existencia, antes de encontrarlos mencionados aquí, de la novela breve Dos húsares (1856) de León Tolstoi, o de El pabellón de las dunas (1880) de Robert L. Stevenson, también conocido en español como El pabellón en los links, incluida en Nuevas noches árabes? ¿Por qué será que Calvino se detiene, entre tantos cuentos de Mark Twain, en “El hombre que corrompió a Haydelburg” (1900)?

 

Este es un libro tan amplio, con referencias a tantos autores conocidos y nuevos, que todo fin a su comentario tendrá que ser interpretado como una interrupción. Para terminar, entonces, solo una muestra algo más extensa, extraída del ensayo “Los capitanes de Conrad”, autor al que Calvino le dedicó su tesis de licenciatura en la Universidad de Turín: “Creo que hemos sido muchos los que nos hemos acercado a Conrad impulsados por un reincidente amor a los escritores de aventuras, pero no sólo de aventuras: a aquellos a quienes la aventura les sirve para decir cosas nuevas de los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países extraordinarios les sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo. En mi biblioteca ideal, Conrad tiene su lugar junto al aéreo Stevenson, que sin embargo es casi su opuesto, como vida y como estilo. Y sin embargo más de una vez he estado tentado de desplazarlo a otro anaquel menos al alcance de mi mano, el de los novelistas analíticos, psicológicos, de los James, los Proust, de los recuperadores infatigables de cualquier migaja de la sensación olvidada; o también al de los estetas más o menos malditos, a la manera de Poe, grávidos de amores traspuestos, si es que sus oscuras inquietudes ante un universo absurdo no lo destinan al anaquel todavía sin ordenar y seleccionar bien de los ‘escritores de la crisis’. En cambio, yo siempre lo he tenido ahí, al alcance de la mano, con Stendhal, que se la parece tan poco, con [Ippolito] Nievo, que no tiene nada que ver con él. Porque si nunca he creído en muchas cosas suyas, siempre he creído que era un buen capitán y que ponía en sus relatos eso que es tan difícil de escribir: el sentido de una integración en el mundo conquistada en la vida práctica, el sentido del hombre que se realiza en lo que hace, en la moral implícita en su trabajo, el ideal de saber estar a la altura de la situación, tanto en la cubierta de los veleros como en la página”.


Escrito por Leonel Livchits, colaborador amigo de La Liebre Dorada.

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