Existir en el poema
Saltar por la ventana como una forma de huida hacia la no pertenencia.
Lanzarse al vacío de las frases
hechas a modo de facsímil forma de éxito.
Pero el movimiento que nos
decapitará será -siempre lo será- la imposibilidad del poema propio.
Ser vistos por aquello que alguna
vez nos afirme: “sí, existes”, es la meta del poema intrínseco.
Suelo pensar en el silencio de las
palabras.
Porque eso son, al menos primero.
Silencio. Porque esperan.
Son una ausencia de sonido a la
espera de un Aquiles que batalle su Troya.
Aquiles serías tú y Troya tu
lenguaje.
Y la palabra lo único que te fue
dado para ser una criatura hecha a imagen y semejanza de algún dios.
Las pupilas de tu vocabulario se
dilatan y contraen de manera más o menos constante.
De esa manera le dan a tu corazón
la señal de que algo tiene que ver con la vida.
Que ese poema que tienes delante
puede que sea una nueva forma de vincularte con el mundo. Una nueva forma de
amar el río, de nombrar las cosas, de ser orgánico.
Lo ajeno que te devuelva el poema
será ajeno solamente hasta que termine.
Una vez leído, el poema se
integrará poco a poco en y a tu sistema.
Recorrerá junto con tu oxígeno todas las células y entonces comenzarás a sentirte más parte de ti que antes. Pertenecerás a tu singularidad a raíz de una otredad.
La otredad que te dio el poema.
Porque …
cuando no existe
un solo lugar
donde no sentirse
extranjera, cuando el corazón te ha sido herido profundamente, sólo se te
devolverá la dignidad en la literatura*.
*(en el mundo de la literatura) “aprendí que la otredad del
mundo es un antídoto contra la confusión. Que ponerse en la piel de esa otredad
-la belleza y el misterio del mundo, al aire libre del campo o en las
profundidades de los libros- puede devolver la dignidad al corazón herido de la
peor forma.” Mary Oliver en “Sobrevivir”.





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