En los límites, la metavida.
Los libros la convirtieron en alguien. Antes de comenzar a leer ella no era.
Respondía a su
nombre como un perro. A cada llamado, volteaba como si estuviera atada a una
existencia nombrada. Lingüística, sonora.
Cuando comenzó
a leer pudo reconocer el acto como un gesto no mínimo, no simple.
Definitivamente, no humilde. Porque leer era algo más que vivir. Para leer era
necesario primero estar viva y darse cuenta que la vida no basta y que por eso
curvarse frente a un libro, elegirlo noche tras noche, más que a un amante, era
un acto de vida sobre la vida.
Como una
metavida.
De la lectura
rescató el lenguaje otro. El que ya no era una pregunta. La pregunta
imposible de conocer. Esa pregunta a la que respondía cada vez que se la
nombrara.
¿Pero a quién se
la nombrara? Sería acaso un misterio infinito como el del engranaje entre collares
en una caja de lata que antes contenía galletas.
Dejar de ser no
podía,
por eso
por eso
por eso
había comenzado
a leer.
Sin saberlo,
cada acción voluntaria estaba cubierta de la fuerza involuntaria que lleva a
vivir. Vivir, vivir. Dejar de ser no podía, pero tampoco terminaba de darse
cuenta de quién era cuando era. O bien, en qué momentos era cuando era.
Se llevó al
límite de sí misma y sólo ahí encontró el territorio, el único, que no tenía
límites.
La literatura.
Porque el sistema
de signos abandona los límites cuando inaugura una nueva sonoridad en la mente
de quien lee. No hay límites. Solo literatura.
Se llevó al límite
de sí misma para darse cuenta de que no se conocía. Se llevó al día del día y a
la noche de las albas. Supo que nadie le podría arrebatar la duda. Y que nadie
podría, tampoco, arrebatarle la literatura.
Porque una vez leída, se vuelve abstracta. En el interior convive con los órganos vitales, la sangre y todas las fascias. Nadie podía arrebatarle lo abstracto, a ella y a nadie. Pero aún así, con algo imposible de serle arrebatado sentía como una nueve de polvo en suspensión que no se conocía. Y que no conocerse la acercaba a la enajenación de la esencia humana.
Era, entonces, un fragmento de lenguaje. Y
comenzó a sentir la incertidumbre que genera el ser fragmento. El ser sólo un
signo, imposible de saquear, sí, pero por eso sin identidad.
Por Manuela Rímoli Candi, creadora de La Liebre Dorada,
librería y directora de la revista literaria y cultural LA FURIA.




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